Sinceramente no es fácil hoy arrancar a la pluma páginas tejidas de elogios para una empresa de las enormes dimensiones que alcanzó y de las tremendas consecuencias que tuva la acometida por Pizarro, Almagro y Luque allá por el año 1552. Tampoco hay, quizá, motivos suficientes para cargarla con espesas tintas negras hechas para emborronar famas, descalificar intenciones o censurar conductas. Porque ¿quién puede arrogarse el derecho a medir a los demás con la vara de las propias limitaciones? Mas tampoco puede nadie privarnos del derecho a hacernos a nosotros mismos y a los demás una pregunta tan sencilla como comprometida: todo esto, ¿para qué?
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